ATRAPADOS EN HOLDEN

GENTE  PORTADA DE LA REVISTA  TIEMPO  LEONOR  DE BORBON

Sólo hay una cosa más fácil que escandalizar a un cura, y es escandalizar a un progresista. De hecho es tanto más fácil lograr lo segundo que lo primero, toda vez que el de la sotana cuenta con multitud de herramientas para lidiar con la contrariedad, como la resignación, la comprensión de los males del mundo o la asunción del libre albedrío para otros como para sí, mientras que el progresista viene tan cargado de razón que sólo cuenta con dos herramientas: si algo no le gusta, o debería estar prohibido, o es mentira. Haga la prueba: nunca falla. El último susto que ha aquejado al progresismo ha venido por hacerse públicos ciertos hábitos de la Princesa Leonor. «Lee a Stevenson y Carroll, le gustan las películas de Kurosawa, domina el inglés y tiene una perrita llamada Sara». Esto último es el equivalente regio al «y una vez vi un zepelín» del hermano falso de Homer Simpson, (referencia apta para progresistas) y suponemos que ha sido incluido en portada para humanizar al personaje tras semejantes boutades elitistas y así curarse en salud ante posibles reacciones alérgicas del receptor de progreso. Poco ha servido, me temo.

Una de las consecuencias deseables de las redes sociales es la naturalidad con la que retrata el proceso del pensamiento colectivo. Especialmente, del colectivista. Así, tras el estupor inicial el consenso progresista se inclinó automáticamente por un «no me gusta». Concretamente, no ha sentado bien que la futura Reina de España lea La isla del tesoro. ¿Cómo podría? Una historia de aprendizaje, de ambición, de traiciones, de piratas, empalizadas, escaramuzas, náufragos olvidados, figuras paternas altamente cuestionables y sobre todo, de tesoros enterrados. O sea, de sueños, pues todo tesoro enterrado es un sueño al fin. Incluso cuando está enterrado a plena vista, como el Halcón Maltés. Pero bueno, me estoy adornando en vano: nadie que se moleste porque una niña de once años lea La Isla del Tesoro HA LEÍDO la Isla del Tesoro. Y si lo ha leído, «olvidaron hace mucho que una vez fueron niños», parafraseando otro imprescindible que no suele faltar, por cierto, en las baldas de adorno de más progreso.

En total, que la cosa no gustó. Y como no gustó, ofendió. El tuit germinal, el que ascendió primero al olimpo de la indignación, calificaba de «repelente» (una reacción irracional) el asunto. No se paró su autor a pensar en si hacía daño a una niña de once años, pero no detenerse en pequeñeces es otra de las virtudes-privilegio del progresista. El mensaje subió como la espuma y en minutos, Leonor de once años, era la mofa de la intelligentsia.

Pero claro, hay que mojarse. Y ante la consabida disyuntiva progre (prohibir o no creer, esa es la pregunta), se optó por lo segundo. Pedir que se prohíba a un niño leer cosas o ver películas no goza de buena prensa. Faltaría más, si ahora se les pide que elijan «género». Sólo el community manager de CNT esboza un breve escarceo con la prohibición.

custodia

Siendo de agradecer la ironía, que ha sido sustituida mayoritariamente entre la progresía en favor de la pataleta, el insulto, la amenaza y el cabreo, -como corresponde toda opción totalitaria cuando se ve en mayoría- el tuit sindical ensaya una justificación de la prohibición por maltrato infantil centrándose en la crueldad de ponerle a un niño Los Siete Samuráis, una historia de amistad y sacrificio, de la soledad del soldado, de maneras de gobernar, de reacción ante la tiranía, de duelos de katana, de escaramuzas, empalizadas, flechazos en el ojo, y sobre todo de códigos de honor, que no son sino maneras de gobernarse a uno mismo y a otros. Impensable, ¿verdad?

O Dersu Uzala, una historia de un cazador solitario, de amistad entre contrarios, del contacto directo y la comunicación con la naturaleza, de la ignorancia última del ser humano que, en su noble lucha por prosperar, sufre el vicio de olvidar que sigue siendo parte de la cadena trófica en un mundo cruel y hermoso que, si se apagaran los semáforos, los routers y los hospitales, te mataría sin piedad por muchas leyes que quisieras escribir para eliminar tamaña injusticia. Del ser humano, al fin, pues todo ser humano es un cazador solitario que nunca está solo. De juzgado de guardia, ¿no?

O tantas otras, Kurosawa es un mundo como Stevenson es otro. Sobre Carroll no hubo protesta, pero me detendré en él un instante. Carroll es más limitado. Decir Carroll es una manera pelín esnob de decir Alicia, fetiche incomprensible del progresista en su lectura más básica, la huida del aburrido mundo de los adultos que, habiendo olvidado hace mucho que una vez fueron niños, no soportan que una niña rica lea La Isla del Tesoro o vea Kurosawas, tanto como en análisis más detenidos que retratan las virtudes mejores y más notorias del pensamiento de progreso en pasajes como el de Humpty Dumpty, para quien las palabras significan lo que yo quiera -«por impenetrabilidad quiero decir que basta ya de hablar de este tema»- o el del refinado sentido de la justicia la Reina de Corazones, que parece copiado del gobierno de Lenin -«Primero la sentencia y luego el juicio»-. En fin, misterios de la progresía, que finalmente optó por el escepticismo como mecanismo de defensa ante la intolerable salida de tono de la Princesa Leonor. «Es mentira, una niña de once años no…». El tuitero progresista fue plegándose al consenso y al final de la jornada -primero el escarnio y luego el veredicto- no quedaba un colectivista que no desconfiara de la veracidad del titular. No es creíble que la Princesa Leonor haya leído La Isla del Tesoro con once años. Como consecuencia inevitable, también lo hizo parte del tuitero conservador, tan permeable al consenso progresista como el de izquierdas pero a ritmo más pausado, merced a una ley tan universal como poco estudiada.

Desgracias endémicas de la derecha aparte, suelo llamar elogio encubierto al menosprecio que haces de alguien por superar tus capacidades. Al fin y al cabo, disfrutar La Isla del Tesoro es fácil para un niño que maneja lecturas con naturalidad. Vaya, que no estamos hablando del Leviatán de Hobbes. Eso sí, para un niño zoquete disfrutar de cualquiera de los dos títulos es imposible, lisa y llanamente. Y desde ese punto de vista, flaco retrato de sí mismo y de sus hijos hace quien se encontró incómodo con el titular y se pavoneó de ello.

Al día siguiente, y por supuesto sin la menor relación con los hábitos lectores de la Princesa Leonor, amanecemos con un artículo de Babelia, el suplemento de El País para lectores lectores, que defiende la lectura poco académica en detrimento del lector que elige bien sus lecturas. Bajo el título La vida sin criterio, arranca: «A los 16 años eres lo bastante joven y pretencioso como para saber cualquier cosa. De pronto, empiezas a tener ideas propias y a ir en busca de lo que te produce placer. Llega un día que desertas de los planes educativos y te aventuras en tus lecturas. Desconfías de la gente que te dice todo el tiempo qué tienes que hacer. Eso te pone negro, como a Holden Caulfield en El guardián entre el centeno, ante el que tal vez pronto caerás rendido. Es tiempo de aborrecer la autoridad, aunque sea en forma de libros obligatorios». Ensalza así su autor la rebeldía «aunque sea en forma de libros obligatorios» citando El guardián entre el centeno, que entra en todo programa académico básico desde hace no menos de veinticinco años, cuando me lo mandaron leer en el instituto. Cosa que hice con gran placer, por cierto. Las desventuras de Holden Caufield encajan como una tuerca en el característico estupor adolescente, halagando sin pudor al lector correcto, que identificándose con los problemas de Holden también lo hace con su brillantez. La rebeldía administrada desde el poder se caracteriza por eso, porque halaga siempre al lector.

Al fin te haces dinosaurio, y en la distancia resplandecen inevitablemente los aportes de Stevenson y Kurosawa. Un tomo de La Isla del Tesoro habría equilibrado la balanza del rey Muley donde no lo habría hecho jamás su equivalente en papel del relatito de Salinger. De su universo de putas, uñas de pie y fobia al prójimo sólo conservo la sensación de alivio al superar esa etapa. Otros se quedaron allí eternamente, brillantes e incomprendidos, lamiéndose heridas imaginarias, adictos a ver solo lo feo del mundo, incapaces para siempre de recordar que una vez fueron niños, de aceptar que una niña pueda disfrutar con piratas y samuráis voluntariamente, y llamando maltrato (siquiera en broma) a recomendarle su lectura. Incapaces al fin de entender qué puede tener de bueno que una niña experimente el asombro de leer por primera vez La Isla del Tesoro. Atrapados en Holden, se burlan tristemente de Leonor traduciendo a un Jim Hawking que, agazapado en el tonel de las manzanas, susurra humildemente y con miedo a ser descubierto: «Pues qué niña más lista y más guapa».

ignaro